MI MADRE VA A LA ESCUELA


 


          Tendría yo unos 10 años cuando mi madre empezó a ir a la escuela de adultos. Tenía a su cargo 3 hijas, un hijo, un marido, un suegro, un perro, un perito  y un erizo.        

Hija de andaluces, Lilián García nació el 28 de diciembre —día de los Santos Inocentes— de 1936, en plena Rambla de Barcelona, el corazón de la Ciudad Condal. Sobrevivió a la Guerra Civil, creció en  la posguerra, se hizo marroquiera de profesión, se inició en el teatro como pareja cómica de Chapili, el Charlot español, lo dejó todo para casarse y emigrar a Alemania, y regresó a su tierra 8 años después. Y en todo ese tiempo no tuvo la oportunidad de ir a la escuela más de tres meses seguidos. Muy a su pesar, renunciando a unos sueños que quedaron truncados por la precariedad y por el hecho de ser la primogé- nita de una numerosa prole, porque su madre (apenas una adolescente de 16 años) encontró en ella una ayuda determinante para la crianza de los más pequeños.

Ser mujer en una época teñida por el más rancio patriarcalismo tampoco suponía una ventaja para una muchacha con inquietudes, pero imagino que la experiencia de emigrar a un país próspero, alejado años luz del oscurantismo que atenazaba España, influyó en su decisión de volver a pisar la escuela.


Al regreso de su periplo alemán, a principios de la década de los 70 y ya madre de tres criaturas, se asentó en Ripollet, un pueblo del cinturón industrial de Barcelona que nada tenía que ver con las condi- ciones de vida centroeuropeas o el carácter cosmopo- lita de la capital catalana.

 Alegre, graciosa e inteligente como era, introdujo un toque de color en aquel entorno gris, marcado por la precariedad laboral y la escasez de estímulos culturales. 


Durante el tiempo que acudió a la escuela (que, por cuestiones puramente «logísticas», fue menos del que habría deseado), volvió a ser aquella niña des-pierta, curiosa, creativa que cantaba como los ángeles y escribía poemas en catalán salpicados de faltas de ortografía, que preguntaba y proponía, que se peleaba con los números y leía a Mercè Rodoreda y a Miguel Hernández, que disfrutaba aprendiendo.

Supongo que esa experiencia contribuyó a forta-lecer su autoestima, porque poco después se animó a sacarse el carnet de conducir, a pesar de que en casa —empezando por mi padre y terminando por el erizo— todos teníamos serias dudas sobre sus habilidades al volante.

  

Mi madre es una mujer valiente y leal que, con casi 80 años, cuidó de mi padre hasta, literalmente, el último suspiro. Se querían. Habían compartido ilusiones de futuro, emigrado, forjado planes, tomado decisiones, criado hijos.


 Cumpliendo con la voluntad de mi padre, mi madre esparció sus cenizas en el mar y no pasa un día en que no lo eche de menos. A veces se despierta en el sofá y, creyéndolo a su lado, le pide que le pase el mando a distancia y, entonces, la lacerante realidad de su ausencia la golpea durante un instante. Luego, se sobrepone. Y ríe, y disfruta de un paseo en su sillita de ruedas, de un vermut en una terraza, de un chiste, de una copla y, sobre todo, de la compañía de sus hij@s.


Mami, cuando llegue a vieja, quiero ser tú.


    Eva Guzmán




 



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